Autómata (del latín automăta y este del griego αὐτόματος autómatos, ‘espontáneo’ o ‘con movimiento propio’. Según la RAE, «máquina que imita la figura y los movimientos de un ser animado»)[1] es un equivalente tecnológico de lo que en la actualidad serían los robots autónomos. Si el robot es antropomorfo se conoce como androide.[2]
Históricamente los primeros autómatas se remontan a las estatuas de algunos dioses o reyes despedían fuego de los ojos, como era el caso de una estatua de Osiris. Otras tenían brazos mecánicos operados por los sacerdotes del templo, y otras, como la de Memon de Etiopía, emitían sonidos cuando los rayos del sol las iluminaba, y así infundían temor y respeto a quien las contemplara. Esta finalidad religiosa de los autómatas continuó hasta la Grecia clásica, en la que se hicieron estatuas que se movían con energía hidráulica. Esos nuevos conocimientos quedan plasmados en el primer libro sobre la figura de los robots Autómata, escrito por Herón de Alejandría (10 d. C.-70 d. C.) donde se explica la creación de mecanismos, muchos basados en los principios de Filón o Arquímedes, realizados fundamentalmente como entretenimiento y que imitaban el movimiento, como el de aves que gorjeaban, volaban y bebían, estatuas que servían vino o puertas automáticas, todos producidos por el movimiento del agua, la gravedad o por sistemas de palancas. También cabe destacar su “The Automaton Theatre”, sobre su teatro de marionetas mecánicas que representaban la Guerra de Troya.
Aunque Herón es el primero en recopilar datos sobre los autómatas, otros anteriores a él realizaron aportaciones, como es el caso de Archytas (428 a. C.-347 a. C.), inventor del tornillo y la polea y famoso por su paloma mecánica capaz de volar gracias a vapor de aire en propulsión. O el terrible sistema descrito por Polibio (200 a. C.-118 a. C.) y utilizado por Nabis, tirano de Esparta, que consistía en un artilugio con forma de mujer con clavos en su pecho y brazos y que abrazaba mortalmente a todo aquel que incumplía sus pagos. Y otros aún más antiguos, pero de más difícil autentificación, como el mítico Trono de Salomón, descrito en la Biblia y otros textos árabes como un árbol de bronce con pájaros cantores, leones y grifos mecánicos además de ser móvil, pudiendo elevarse desde el suelo hasta el techo.
La Edad Media supone un avance en la creación de autómatas tras el período romano en que no se generó ninguna aportación importante. El problema es que en muchos casos la falta de fuentes o la poca consideración que se le ha dado a esta época ha hecho que muchos inventos y artilugios producidos en este período hayan quedado en el olvido.
El Libro de Mecanismos Ingeniosos es un libro escrito en el año 805 por los hermanos Banu Musa (Ahmad, Muhammad y Hasan bin Musa ibn Shakir) en los que se describe[3] un centenar de mecanismos y autómatas, y cómo emplearlos.[4]
Los hermanos Banu Musa trabajaban en la Casa de la sabiduría, y el libro fue un encargo del califa Al-Mamun, que dio instrucciones a los Banu Musa para recopilar de las diversas obras grecolatinas que se habían conservado todo el saber al respecto.[5] Algunos de los artefactos se inspiraban en las obras de Herón de Alejandría[6] y Filón de Bizancio, así como en la antigua Persia, China e India.[7] Otros muchos fueron invenciones de los propios hermanos Banu Musa.[8]
Nacido en 1206 en Baviera, teólogo, filósofo y hombre de ciencia, San Alberto Magno fue una de las figuras decisivas del pensamiento medieval. Se le han atribuido a lo largo de la historia multitud de obras tanto de carácter mágico como de creación de seres artificiales. En concreto dos, una de las llamadas “cabezas parlantes”, de las que se hablará más adelante, y de un autómata de hierro que le servía como mayordomo y en el que trabajó treinta años de su vida, el cual era capaz de andar, abrir la puerta y saludar a los visitantes, aunque otros autores afirman que además podía hacer más tareas caseras. Otra versión (que también se cuenta en la historia de la cabeza parlante) narra que Santo Tomás de Aquino, discípulo suyo, al ver aquel ser, decidió destruirlo ya que estaba convencido de que la mano del diablo había influido en su creación.
Si se habla de avances científicos, Auilicos y tecnológicos se debe mencionar el mundo árabe y a Al-Jazari (1260), uno de los más grandes ingenieros de la historia. Inventor del cigüeñal y los primeros relojes mecánicos movidos por pesos y agua, entre otros muchos inventos de control automático, estuvo también muy interesado en la figura del autómata, creando una obra del mismo nombre (también llamada El libro del conocimiento de los ingeniosos mecanismos) y considerada una de las más importantes sobre la historia de la tecnología. Dentro de esta vertiente cabe destacar su complejo reloj elefante, animado por seres humanos y animales mecánicos que se movían y marcaban las horas, o un autómata con forma humana que servía distintos tipos de bebidas.
Leonardo da Vinci (1452-1519), hombre por excelencia del Renacimiento, diseñó al menos dos autómatas de los que se tenga constancia. El primero se considera también uno de los primeros con forma completamente humana, vestido con una armadura medieval. Fue diseñado alrededor del año 1495, aunque como muchos otros inventos de Leonardo no fue construido. Este mecanismo fue reconstruido en la actualidad según los dibujos originales y podía mover los brazos, girar la cabeza y sentarse. El segundo, mucho más ambicioso, se trató de un león mecánico construido a petición de Francisco I, rey de Francia (1515), para facilitar las conversaciones de paz entre el rey francés y el papa León X. Mediante diversos artificios, iba de una habitación a otra, donde se encontraba el monarca; en un momento dado, abrió su pecho y todos pudieron comprobar que estaba lleno de lirios y otras flores, representado así un antiguo símbolo de Florencia (el león) y la flor de lis que Luis XII regaló a la ciudad como señal de amistad.
Gran ingeniero del siglo XVI, Juanelo Turriano trabajó en España a las órdenes de Carlos V como relojero de la corte. Fue inventor de multitud de mecanismos, siendo el más famoso el llamado “artilugio de Juanelo”, una obra de ingeniería capaz de llevar el agua desde el Tajo al Alcázar de Toledo, aunque jamás le pagaron por aquella obra. En esa ciudad se le atribuye a Turriano la creación de un autómata (entre otros muchos, como danzarines, guerreros o pájaros voladores) llamado “El Hombre de Palo” (del que queda constancia en el nombre de una calle de Toledo), un sirviente autómata que se diferenciaba del resto por estar hecho de madera y que recorría las calles pidiendo limosna para su dueño, haciendo una reverencia cuando la conseguía. Otros autores más conservadores solo consideran a este autómata un muñeco de palo estático, que se colocó en la ciudad para recoger fondos para la apertura de un hospital.
Uno de los más famosos casos de creación de un autómata humano, pero también donde es más difícil separar la historia de la ficción, es la historia de René Descartes (1596-1650) y su hija autómata. Una de las principales ideas cartesianas era la consideración de todos los animales como complejos autómatas, seres privados de todo estado mental, que solo actuaban por supervivencia y que en la práctica su carne y huesos funcionaban como la mecánica de un artilugio. Pero cuentan que tras la muerte de su hija ilegítima Francine, de cinco años de edad, se sintió tan deprimido que se propuso construir una muñeca autómata lo más parecida a la fallecida, uniéndose tanto a aquella figura que según describen la trataba como “mi hija Francine”. Su inseparable unión hizo que la llevara de viaje cruzando el mar de Holanda. La tenía guardada en un cofre dentro de su camarote. El capitán del barco, intrigado por su contenido, consiguió entrar en el camarote y abrir el cofre. Cual fue su espanto al comprobar que aquella muñeca se levantaba y movía. El capitán, horrorizado, la tiró por la borda. Entonces Descartes, que solía destacarse por su mal humor, mató al capitán y lo tiró por la borda, al igual que había hecho con la muñeca.
Con la entrada en el siglo XVIII y los consiguientes avances en materia de relojería se llega a la que se considera la época donde mejores y más perfectos autómatas se realizaron de la historia. Su desarrollo, dominado por el carácter científico, ponía de relieve la obsesión por intentar reproducir lo más fielmente posible los movimientos y comportamientos de los seres vivos.
Nacido un 24 de febrero de 1709, Jacques de Vaucanson, excelente relojero pero con amplios conocimientos de música, anatomía y mecánica, quería demostrar mediante sus autómatas la realización de principios biológicos básicos, tales como la circulación, la digestión o la respiración. Sobre esta última función versó su primera creación, “El Flautista”, figura con forma de pastor y de tamaño natural que tocaba el tambor y la flauta con un variado repertorio musical. Vaucanson lo presentó en la Academia de Ciencias de Francia cosechando un gran éxito. Más tarde, en 1738, crea su segundo autómata, llamado “El Tamborilero”, como una versión mejorada del primero. En esta ocasión la figura tocaba la zampoña de Provenza y el tamboril con veinte melodías distintas. El tercero y más famoso fue el “Pato con aparato digestivo”, transparente y compuesto por más de cuatrocientas partes móviles y que batía las alas, comía y realizaba completamente la digestión imitando al mínimo detalle el comportamiento natural del ave. Aunque en realidad el pato era un engaño, pues lo que comía no era lo mismo que defecaba, sino que al interior del pato había un compartimento en el que se depositaba el grano que comía y del que salía algo parecido a un excremento. Pasados los años, Vaucanson, cansado de su propia obra, vendió las figuras en 1743.
Inventor del siglo XVIII (1724-1789), Friedrich von Knauss fue el creador de uno de los primeros autómatas escritores. Esta compleja creación la formaba una esfera sostenida por dos águilas de bronce; en ella la figura de una diosa sirve de musa al autómata, que con su largo brazo escribe en una hoja en blanco lo que previamente se le ha ordenado realizar. El sistema de funcionamiento es capaz de hacer que el autómata moje la pluma en el tintero para poder escribir y cuenta con un sistema para pasar la página cuando ésta ha quedado escrita.
Posiblemente el mejor y más conocido creador de autómatas de la historia. Pierre Jaquet-Droz, suizo nacido en 1721, fue el responsable de los tres autómatas más complejos y famosos del siglo XVIII. Sus tres obras maestras («La pianista», «El dibujante» y «El escritor») causaron asombro en la época, llegando a ser contemplados por reyes y emperadores tanto de Europa como de China, India o Japón.
El primero de ellos, «La pianista», es un autómata con forma de mujer que toca el órgano, con la particularidad de que es la propia figura la que interpreta las obras pulsando las teclas con sus dedos sin tener el sonido pregrabado o procedente de otro lugar. Compuesta por 2500 piezas, podía mover los ojos dirigiendo la mirada del piano a los dedos, inclinar el cuerpo, respirar y al finalizar cada tema hacer una reverencia.
«El dibujante», por otra parte, estaba compuesto por unas 2000 piezas, tenía forma de niño sentado en un pupitre y podía realizar hasta cuatro dibujos distintos. Al igual que el anterior, imitaba el comportamiento mientras realizaba la tarea, moviendo los ojos, las manos o incluso soplando en el papel para eliminar los restos del polvo del lápiz.
El último, y más complejo de los tres autómatas, es «El escritor», compuesto por más de 6000 piezas. Podía escribir utilizando la pluma gracias a una rueda donde se seleccionaban los caracteres uno a uno, pudiendo escribir así pequeños textos de unas cuarenta palabras de longitud. Como los anteriores, realizaba movimientos propios de un ser humano, como mojar la tinta y escurrir el sobrante para no manchar el papel, levantar la pluma como si estuviera pensando, respetando los espacios y puntos y aparte, además de seguir con la mirada el papel y la pluma mientras escribía.
Los tres autómatas se pueden contemplar en el Musée d’Art et d’Histoire de Neuchâtel, Suiza.
La fama de los autómatas de Von Knauss y Jaquet-Droz llevó a muchos ilusionistas y prestidigitadores a incorporar trucos con autómatas en sus espectáculos. Es el caso de Jean Eugène Robert-Houdin, que creó varios autómatas que, aunque mecánicos, estaban más cerca del mundo de la magia. Cabe destacar un busto cantante donde se mostraba un sistema de engranajes con el que se decía que la figura cantaba, aunque la realidad es que detrás de ese mecanismo se encontraba una cantante auténtica. También fue responsable de un autómata escritor que dibujaba lo que el público le pedía o el truco del autómata llamado “El Pastelero del Palais Royal”, que traía al mago todos los platos y bebidas que este le pedía, entre otros muchos.
De estas fechas data el famoso autómata de la catedral de Burgos, el Papamoscas, cuya misión es la de tocar las campanas señalando la hora: lo hace moviendo su brazo derecho (con el que mueve, a través de una campana, un badajo) al mismo tiempo que abre y cierra la boca. Si bien el mecanismo actual es del siglo XVIII, sustituye a un artilugio parecido de fecha anterior.
En 1759 el Consell de Elche votó por añadir dos autómatas al campanario construido en 1572 sobre la Torre de la Vetla o Centinela de la antigua muralla, la continua a la Torre del Consell, hoy Ayuntamiento de Elche; ambas del siglo XV. El 29 de septiembre del mismo año fueron "bautizados" los dos autómatas: Miquel Calendura, el mayor, que da las horas, y Vicente sin padre, el pequeño, que da los cuartos. Los nombres corresponden al de las campanas S. Miguel y S. Vicente Ferrer y derivado de Calenda, relativo a la medición del tiempo. Hoy día se les conoce popularmente como Calendura y Calendureta. A Vicent, el pueblo le añadió Calendureta, como diminutivo de Calendura. Tras más de 2 siglos y medio siguen marcando las horas a los ilicitanos, siendo de los pocos supervivientes del levante español.
La cultura asiática, especialmente China y Japón, ha tenido una gran tradición de autómatas que se ha mantenido desde tiempos muy antiguos hasta la actualidad. Ya en el año 2000 a. C. se cuentan leyendas chinas sobre autómatas, como la creada por el hijo del rey Tach`uan, hecho de madera, y tan semejante al hombre que confundía a todos los que lo veían, hasta que descubren su naturaleza y es destruido. En tiempos más cercanos se habla de varios emperadores chinos que, curiosos por estos inventos, apoyaron la creación de todo tipo de autómatas, desde los que poseían forma animal (pájaros, caballos, gatos, monos, etcétera) hasta otros con forma humana y que andaban, bailan o tocaban instrumentos.
En el Japón de los siglos XVIII y XIX los autómatas consiguieron un alto grado de importancia y complejidad. Se les llamaba karakuri, que se podría traducir como “aparatos mecánicos para producir la sorpresa en una persona” y se distinguían tres tipos de figuras: las Butai Karakuri, que se usaban en el teatro, las Zashiki Karakuri, más pequeñas y con las que se jugaba en las habitaciones, y las Dashi Karakuri, que se utilizaban en las festividades religiosas. Su mayor tarea era la representación de mitos y leyendas tradicionales aunque existían de todo tipo, como algunos que servían el té o lanzaban flechas con un arco. Ya entrados en el siglo XX y XXI se ve cómo la tradición del karakuri se mantiene en los modernos robots japoneses, con la creación de complejísimos robots antropomorfos como ASIMO, QRIO o Repliee Q1 o mascotas robóticas como Aibo, descendiente directo de los autómatas animales de siglos pasados.
A finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX se siguieron creando autómatas de todo tipo, pero la realidad es que no fueron tan elaborados como sus antecesores y estuvieron más guiados al mundo del espectáculo y al comercio, como las autoperipatetikos. Entre los más importantes cabe destacar “La pareja”, de Alexander Nicolas Theroude, los autómatas animales de Blaise Bontems, las figuras que realizaban pequeños trucos de magia o la encantadora de serpientes de Roullet & Decamps, el fumador turco de Leopold Lambert, los escarceos con el mundo de los autómatas de científicos como Nikola Tesla y su modelo de barco manejado a distancia o el autómata caminante de George Moore con forma humana y movido por la fuerza del vapor que podía recorrer distancias a casi 9 millas por hora. Finalmente, con el estallido de la Primera Guerra Mundial, la industria de los autómatas desaparece y no renacerá hasta la llegada de los modernos robots.
Dentro de los autómatas hay un grupo que ha tenido una gran difusión a lo largo de la historia, las cabezas parlantes, seres que se creían entre la mecánica y la magia que hablaban, aconsejaban a sus dueños o predecían el futuro. La leyenda y el mito han influido mucho en este tipo de mecanismos, encontrándose las primeras versiones en antiguos cuentos árabes. Uno de los ejemplos más famosos es la cabeza con forma de hombre de Roger Bacon (1214-1294), hecha de latón y que podía responder a preguntas sobre el futuro, la de Alberto Magno con forma de mujer, la de Valentín Merbitz que decían que hablaba varios idiomas (algunos decían que gracias a un ventrílocuo), la cabeza parlante del papa Silvestre II que respondía aleatoriamente “sí” o “no” a las preguntas que se le hacían, o la figura de la santa que hablaba de Atanasio Kircher, además de su libro “Misurgia Universalis”, donde describe con detalle la creación de figuras que podían mover los ojos, labios y lengua.
En cualquier caso, la mayoría de ellas conseguían la “voz” a través de diversos sistemas. El primero con base documental en conseguirlo fue Kratzenstein, que con un sistema de tubos de órgano podía reproducir las vocales. Más tarde Wolfrang von Kempelen explicaba en una de sus obras cómo fabricar y manipular una de estas máquinas para que pudiera pronunciar algunas frases breves a través de una especie de fuelle por el que pasaba el aire y se modulaban los sonidos. O las creadas por el abate Mical, de tamaño natural y que, exhibidas de dos en dos, se contestaban la una a la otra. Ya en el siglo XIX Joseph Faber ideó la versión más perfecta de estas máquinas, bautizada como Euphonia, que se utilizaba como el órgano de una iglesia y que podía desde recitar el alfabeto hasta responder preguntas, susurrar o reír.
Wolfgang von Kempelen fue el inventor, como se ha señalado anteriormente, de una de las primeras máquinas parlantes, y fue también creador de uno de los más famosos autómatas de la historia, que a su vez, fue uno de los mayores fraudes de su tiempo, pero que, a pesar de ello, impulsó la creación de autómatas jugadores de ajedrez hasta casi nuestros días. Se trata de “El Turco”.
Construido en 1769, “El Turco” estaba formado por una mesa donde estaba colocado un maniquí con forma humana vestido con ropajes árabes. Una puerta en la parte frontal se abría y dejaba ver el supuesto mecanismo de funcionamiento del autómata. Este jugador fue una de las mayores atracciones de la época ya que, según contaban, era invencible. Viajó a lo largo de Europa aún después de la muerte de su creador, pasando a manos de Johan Maezel, llegando a derrotar al mismísimo Napoleón Bonaparte durante la campaña de la Batalla de Wagram. Después de viajar por Estados Unidos aterriza en Cuba, donde muere William Schlumberger, ayudante de Maezel, y posible encargado de introducirse dentro del autómata para jugar las partidas, ya que después de esta muerte “El Turco” dejó de exhibirse hasta acabar destruido en 1845 en el gran incendio de Filadelfia. Más tarde se dijo que, a lo largo de su historia, el autómata había tenido varios operadores que movían el mecanismo gracias a un tablero de ajedrez secundario. Cada pieza del tablero principal contenía un imán, así el operador podía saber qué pieza había sido movida y dónde. El operador hacía su movimiento mediante un mecanismo que podía encajarse en el tablero secundario, indicando al maniquí dónde mover.
La fama de este autómata hizo que se crearan otras muchas réplicas con el mismo truco de funcionamiento, algunas de ellas en el siglo XIX, como es el caso de Ajeeb, presentado por Charles Arthur Hooper en 1868; Ajeeb iba vestido de egipcio y fue exhibido muchas veces en Europa y América hasta 1929, cuando también fue destruido en un incendio; este autómata consiguió ganar un torneo de ajedrez en Londres sin que nadie se percatara del artificio. También Mephisto, nacido en 1876 de la mano de Charles Godfrey Gumpley, fabricante de libros ortopédicos, se enfrentó a varios jugadores importantes como Henry Bird y Joseph Henry Blackburne, manejado según parece por Gunsberg.[9]
Sin embargo, sí existió un autómata cuyo funcionamiento era totalmente real. Su creación se debe al español Leonardo Torres Quevedo, ingeniero y matemático, inventor de “El Ajedrecista”, presentado en la feria de París de 1914. Funcionaba utilizando unos electroimanes bajo el tablero, jugando automáticamente hasta el final con un rey y una torre contra un rey desde cualquier posición sin ninguna intervención humana.
Así, se puede considerar a estos autómatas, tanto los falsos como los reales, como pioneros de los modernos juegos de ajedrez informáticos y de ordenadores como Deep Blue, que mantienen el mismo espíritu y objetivos que sus predecesores: conseguir que una máquina pueda vencer a la mente humana.
La presencia de autómatas es muy frecuente, sobre todo en novelas de género (literatura juvenil, literatura fantástica, ciencia ficción, etc.), pero también hay citas en libros realistas y en los clásicos, como en los libros de caballerías[10] y, por su influencia, en Don Quijote de la Mancha, en el capítulo 62 de su segunda parte, en el que Don Quijote se encuentra con una cabeza parlante, que cree hecha por medio de la brujería, cuando en realidad era un truco de feria.
Carmen Martín Gaite recurrió a las figuras de los autómatas en varias de sus obras, como en el cuento «El castillo de las tres murallas» (en el que una estatua animada sirve de enlace entre los personajes de Serena y su hija Altalé), o la novela Caperucita en Manhattan.[11]
Otros ejemplos son El jardín de los autómatas, de Armando Boix, donde aparece Schrade, un inventor de autómatas. En Juanelo o el hombre nuevo, Jesús Ferrero recrea la construcción del homúnculo Juanelo, obra del inventor Gianello Turriano[12] Autómata, de Adolfo García Ortega, trata sobre el descubrimiento de un artilugio mecánico de tiempos de Felipe II de España, cuyo cometido era defender el estrecho de Magallanes. En varias novelas de Óscar Esquivias aparecen autómatas, como el chubesqui Capablanca en La ciudad del Gran Rey o los fabricados por el relojero Breguet en Étienne el traidor.[11]
El cuento steampunk "Aria de una muñeca mecánica", de Care Santos, trata sobre el negocio de autómatas.[13][14]